martes, 21 de febrero de 2012


EL ABOGADO  ¨GARABATOS¨

                                                                           Jaime E. Mondragón Murueta


Un abogado, apodado con mucho aprecio ¨Don Garabatos¨, es el único jurisperito en “El Ateneo Superior”, recinto de la búsqueda afanosa y permanente de la Verdad y los Valores. Debo decir que a pesar de que la población de estos profesionales del Derecho es tan densa que por cada habitante del planeta llega a haber varias decenas de ellos, mi personaje es único por su saber y valía humana. 

Este celoso practicante de su indispensable aunque desprestigiada profesión, orienta diligente y discretamente las charlas o discusiones en “El Ateneo Superior”  cuando las pasiones amenazan  desatarse o poner en riesgo la razón y la prudencia. Su intervención siempre fina y moderada es imprescindible por aleccionadora cuando el grupo topa de frente con materias donde el punto de vista legal es fundamental para el análisis.

Debo declarar que también su concurso es determinante para acabar de confundir las cosas y darles extensión en el tiempo y en el trato,  lo que permite prolongar la reunión de los distinguidos e incondicionales amigos de la verdad,  del conocimiento y la felicidad que son los miembros del Ateneo Superior.

En el ejercicio profesional es prestigiado D. Garabatos y goza de general estima en la comunidad por su inclinación en favor de causas de desprotegidos o por sus esfuerzos en pro de casos de declarado interés humano.  

Cultísimo de aula y muy cultivado ex cáthedra,  constituye un fino y originalísimo producto que solo la vida comprendida y disfrutada con juicio e intensidad puede arrojar.  Impresiona con la vitalidad de su juventud acumulada y con su memoria lúcida y siempre pronta a traerle los registros que almacena bajo riguroso orden cronológico y temático.   

Elegante en su vestir, lo es más todavía al hablar, lo que hace con una propiedad y tersura inigualables. Su humor es vitriólico o exquisitamente ingenuo, administrado en dosis precisas, según la ocasión lo amerite. Su afición por el licor fino no le hace perder categoría o compostura, pues aunque es de tomar cotidiano pocos, si es que algunos, le han visto alguna vez excedido en tragos.  

Exigente de gusto, muy conocedor de bebidas y estupendo catador, Don Garabatos declara con presunción que ha bebido todos los días,  sin excepción que recuerde,  durante más de 60 años  “y no se me ha hecho vicio.”

Una relatoría de hechos  ¨pinta de cuerpo entero¨  al abogado Garabatos. En una recepción de altos vuelos, luego de que le sirvieran una bebida en fina copa de cristal cortado,  importado el precioso cáliz de la región de Bohemia según se le hizo saber,  por cortesía pero de manera especial por conocer con genuino interés su dictamen al respecto, le preguntaron a D. Garabatos:  

“¿Qué opina,  Licenciado,  de este vino tinto de tan prestigiada región, cepa y añada?  ¿Es bueno?” 

Y con la circunspección y majestad que concede al erudito el dominio pleno del tema, contestó el Licenciado Garabatos con gran prosopopeya: 

“Muy distinguidos amigos: en mi larga y pródiga vida de catador y degustador de vinos y todo género de licores espiritosos no he encontrado nunca una bebida mala.  Quizá el humor de la persona que la ingiere no esté en sintonía con las virtudes y potencialidades del líquido generoso que se le ofrece,  o tal vez no hay el ambiente y la motivación adecuadas para honrar a Baco como es debido entre caballeros que se precian de serlo.  Pero de allí a que el trago sea malo ...  ¡Por favor!  Todo se reduce a una simple cuestión muy subjetiva de ubicación  ¿No les parece?” 

Don Garabatos tiene siempre fresca en la memoria las anécdotas más increíbles y divertidas.  Cuando está de vena muy especial,  para lo que no requiere mucho,  gusta de relatar la que involucra al Sargento Pedraza,  ganador de la medalla de plata en caminata de 50 km en los Juegos Olímpicos celebrados en México en 1968. La narra con mucho sabor de la manera siguiente:

“Cierta noche jugábamos dominó en mi casa unos buenos amigos.  Acompañábamos las fichas con copas que disipaban nuestras preocupaciones y elevaban el espíritu festivo del grupo.  De manera inesperada llegó a la reunión el General  ¨Staff¨,  llevando nada menos que al Sargento Pedraza, la gloria deportiva del país en esos momentos. 

El Sargento hacía una gira promocional del deporte por todo el territorio nacional y a nuestro amigo el General lo habían comisionado para que recibiera, cuidara y presentara al Deportista del Año en las diferentes plazas del estado. Esa noche,  deseando agradar al Sargento,  lo invitó a mi casa  para ¨echarse¨  una manita de dominó en buena y segura compañía.

Ya presentado el Sargento, le servimos unos buenos tragos, mismos que aceptó de muy buen grado y en la confianza de que su calidad de figura deportiva estaba a buen recaudo con nosotros. Ya metidos en el juego, recibimos otra visita más, esta vez de un entrañable amigo mío que tenía a la química por profesión y amiga.  Aunque debo decir que el citado químico tenía una más íntima amistad con las bebidas embriagantes,  de las que no gustaba  separarse mucho o por mucho tiempo. 

Era tanta su amistad con el alcohol  que regularmente  traía varias muestras de él en su recinto corporal. En esta intimidad les ofrecía amoroso cobijo,  recibiendo en reciprocidad un manto etéreo que lo protegía de las preocupaciones intrascendentes de este mundo material tan agresivo y egoísta.  

Al recién llegado, Maestro experto en potingues, ungüentos, pócimas y compuestos milagrosos,  le presentamos con satisfacción al Sargento Pedraza.  Una vez cumplida la cortesía, con discreción para no interrumpir la sesión ya avanzada del juego,  el químico fue a la cantina y se sirvió un vaso generoso de cognac. Una vez que se sintió ¨debidamente armado y pertrechado¨,  se sentó a un lado del Sargento Pedraza para presenciar la partida de dominó.

El químico callaba, dedicándose a observar las maniobras de los jugadores y a tomar su licor.  En cierto momento el General Staff  pagó una ficha al jugador de la derecha,  el Sargento Pedraza.  Éste revisa sus fichas y al no contar con la necesaria,  declara con voz gruesa y decidida  “¡Paso!” …

Entonces y sin que nadie lo esperara,  el químico intervino para decir:  “¡Al ruso hubieras pasado,  pendejo,  y no al dominó!”,  haciendo alusión al contrincante que el Sargento Pedraza no pudo rebasar en la recta final de la prueba olímpica de caminata de 50 kilómetros y que implicó perder la medalla de oro que  todos los mexicanos llegamos a sentir como nuestra,  de tan cerca que la tuvimos en las piernas del militar.

Rápido y muy ofendido se levantó el Sargento Pedraza, gritando al químico mil lindezas que el majadero tenía bien merecidas. El General  Staff intervino para apaciguar los ánimos encendidos del Sargento, en tanto que con mil razones me llevé yo al químico al baño primero y minutos después, a la puerta de salida de la casa invitándolo de manera cortés a que se retirara para no regresar esa noche. 

Ya que despedí bien regañado al imprudente ofensor,  se retomó el juego. Pero contra nuestros mejores oficios para resarcir el honor y la serenidad del Sargento Pedraza, gloria del deporte nacional, éste no dejó de mostrar su enojo e incomodidad,  por lo que la partida de dominó concluyó temprano.”

Don Garabatos,  en su largo peregrinar por la vida,  ha dado origen a muchas anécdotas, a las que coquetamente les niega su autoría. Pero desacredita sin énfasis y convicción, dejando espacio travieso para la duda. La poesía,  particularmente el género de los epigramas, le subyuga y ocupa una parte considerable de su memoria prodigiosa.  

Parafraseador excelente, despliega su habilidad ante propios y extraños sin petulancias ni egoísmos. Sus citas precisas y la correspondiente e interesante interpretación de pasajes de las obras más conocidas de los más célebres literatos o filósofos le  convierten en centro natural de muchas polémicas amables y enriquecedoras. 

Pueril en ocasiones, sádico en otras, con mucha frecuencia concluye piezas sobresalientes de erudición y lógica con propuestas heréticas inaceptables por escandalosas o irrebatibles. O remata sus discursos con salidas de humor negrísimo o escatológico. Hace de la retórica  su campo de esgrima,  su actividad lúdica.  

Sus chascarrillos son finos y por lo regular son ricos en malicia,  poniendo a prueba el ingenio de los que escuchan.  Cuenta Don Garabatos con gracia inimitable que ...   “en cierta ocasión llegué a una reunión social a la que mi tío Isidro me había invitado. Siendo mi tío un personaje muy reconocido en el mundo de la intelectualidad y miembro acreditado del Cuerpo Diplomático de nuestro país, los invitados todos a esa reunión en una mansión de amplios jardines eran personas de finas maneras y conocimientos muy vastos en todos los campos de la inteligencia. 

Luego de un rato,  un mesero de librea hizo sonar un gong para convocarnos a la enorme mesa ubicada junto a la piscina,  la que por cierto era un portento por su arreglo.  Con la discreción del caso busqué mi lugar.  No fue difícil encontrarlo, ya que   cada uno de los sitios de la mesa estaban  señalados con una tarjeta.  Así que ocupé la silla y me dispuse a conocer a mis vecinos de banquete ...

A mi izquierda se ubicó una señora jamona,  que difícilmente cabía en la silla, a pesar de que era de base ancha. A la silla me refiero.  La dama estaba cargada de joyas pesadas, grandes y escandalosas que cumplían a cabalidad su función de atraer la atención de propios y extraños.  Su corpulencia contrastaba con el pito agudo que tenía por voz y por razones que desconozco,  desde el inicio le declaré mi antipatía muda a la devoradora de al lado. 

Tal vez esa enemistad gratuita nacía de mi temor de que la gigantona acaparara los alimentos,  que no los dejara llegar a mí y que se los engullera todos, que capacidad tenía de sobra para esa acción horrenda. Así que me propuse no establecer relaciones de ningún tipo con tan colosal enemigo potencial que me podía condenar a la inanición.  O a un posible aplastamiento mortal en caso de su derrumbe por cualquier causa imputable a su enorme peso, que hacía parecer frágil a la silla que con muchas dificultades evidentes la sostenía.

A mi derecha tomó lugar un caballero enjuto, espigado y de voz grave que frisaba los sesenta años de edad, de pelo que mostraba canas abundantes. Su cara tenía un aire de indiferencia que se reñía abiertamente con la desproporción de su nariz,  la que se coronaba con un promontorio verrugoso. Sus ojos eran pequeños y rasgados,  desfigurados por unos cristales gruesos que delataban una miopía avanzada.  Su boca era una raya larga que obligaba a forzar la vista para dibujarle los labios que parecía no tener. 

El vestir de este señero personaje era sobrio, pero elegante. Pantalón gris Oxford a rayas con camisa blanca,  corbata de color rojo oscuro,  chaleco gris y saco blazer azul marino,  con un escudo deslavado e inexplicado en la bolsa del pañuelo.

Flemático, no gustaba de hablar y en todo momento parecía estar ausente. Mi saludo apenas fue contestado y sin embargo,  me pareció que podría entablar una conversación con él.  Por otra parte, mi locuacidad obligaba a tener un receptor y la dama de gran tonelaje no me inspiraba simpatía, como ya lo tengo establecido.

Empezaron los meseros a servir unas copas de aperitivo y me pareció la oportunidad para iniciar mi relación de plática con el caballero adusto de al lado.  Para estos efectos,  me apresuré a ofrecerle una copa de vino: ¨¿Gusta usted?¨ ,  le ofrecí excediéndome en cortesía. 

No,  gracias. -  me contestó  -  Solamente una vez en mi vida he tomado bebidas alcohólicas  y no me gustó.  Los abundantes casos de dipsomanía son patéticos y sus consecuencias físicas,  sociales,  económicas y morales son extraordinarias de tan malas que son invariablemente.  Sólo un necio que no se aprecia lo suficiente puede incurrir en tan deleznable vicio que rebaja al mínimo,  si es que deja algo,  la dignidad humana.

Su respuesta fue cortés,  pero impersonal.  Lo mismo hubiera contestado a la pared de enfrente el esmirriado señor.  No tenía importancia la cuestión pero me empecé a sentir incómodo al beber. Experimenté una sensación desagradable, una especie de culpa por hacerlo y ello me canceló el  aprovechamiento de la oportunidad para disfrutar gratuitamente de buenos tragos.

Poco después estiré el brazo,  alcancé un plato con cacahuates,  almendras y semillas diversas que se ofrecían en calidad de botanas.  Fiel a las maneras urbanas y cordiales, ofrecí el plato a mi vecino de silla. Éste volteó, vio el contenido del plato que le extendía y agradeciendo con cierta frialdad, comentó:  Sólo una vez en mi vida comí ese tipo de semillas y no me gustó.  Además, me elevaron considerablemente el nivel de colesterol y me produjeron una aerofagia cólica que me postró en cama por dos días.  Fue una experiencia inolvidable.  Digo,  por desagradable...   - 

¿No le parece,  señor mío,  que son propios estos alimentos de las aves y no de los seres superiores de la creación?   me preguntó clavando en mi mirada la suya de un gris acerado y frío. 

Cuando escuché de qué acusaba a esta aparentemente inofensiva botana que ya comía con singular agrado, por poco y corro al baño a producirme el vómito para regresar la que había ingerido.  Renegué de no ser bulímico. Desde entonces,  cuido mucho mi afición a las botanas. Y quiero dejar constancia de mi gusto pasado por estas incomparables, hasta entonces, compañeras de bebidas y ratos amenos.  No puedo, a pesar de la tirria que entonces les tomé,  dejar de asociar la botana con buenas cantinas,  amigos y excesos estupendos.

Después del postre, pusieron jarras de un café aromático que obligaba a degustarlo. Tomé dos tazas de esta infusión y acerqué la primera al compañero de mesa, mi atildado vecino: ¿Un  cafecito,  señor?  -  le inquirí con amabilidad.

No,  gracias.  -  me respondió  -  Sólo una vez lo tomé, allá por 1943, en pleno auge de la guerra, y no me gustó. Me afectó los nervios y me produjo un insomnio que me tuvo alterado toda la noche siguiente,  precisamente cuando el descanso era más imprescindible que nunca. ¿Sabe usted que la cafeína es una droga prohibida por los institutos de salud de todo el mundo?  Sus efectos son diversos y todos ellos a cual más de nefastos para el hombre y su salud y discernimiento.  No acabo de entender la permisividad de las Autoridades del presente hacia las drogas que aniquilan a la humanidad.  - 

Concluyó su intervención preguntando:  ¿Habrá alguna respuesta o razón válida, que sustente esta tolerancia excesiva del Gobierno?  - y quedó esperando una opinión mía, dejando su inquisitiva mirada fija en mis ojos,  lo que me hizo sentir apocado e incómodo en extremo.  

La taza que tenía enfrente de mí, la que me hacía llegar sus aromas invitadores, me pareció entonces una jícara de cicuta. La aborrecí con intensidad impensada en mí y me hice un recuento personal, con el más sentido arrepentimiento,  de las muchas veces que en el transcurso de la vida había ingerido (¡me había envenenado!) con esa poción letal que los productores y comerciantes despiadados nos hacen tragar  ¡Los muy malditos!.

Una vez que renuncié al café, alejándolo de mí con maneras atropelladas e iracundas, opté por disfrutar de un buen cigarrillo, con la certeza de que contribuiría a la digestión y me serenaría el espíritu. Así que extraje de la bolsa interior del saco la fina cigarrera de plata con incrustaciones de gemas sin pulir,  bella pieza de artesanía indígena peruana y con delicadeza la ofrecí al  vecino, que parecía absorto en la contemplación de unas nubes escasas,  dispersas, de blancos manchados y grises diferentes y que por caprichos del viento y la imaginación adquirían formas familiares, divertidas o grotescas según  ¨el cristal con que uno las mire¨,  me dije con satisfacción por las afortunadas conclusiones que me estaba regalando a mí mismo. 

¿Quiere fumar, señor?   le brindé con urbanidad ...  Son cigarrillos ingleses.

¿Decía usted?  Ah,  perdone, estaba distraído.  -  Me respondió. -   Luego agregó con cierto dejo de aburrimiento en su voz cansada:  No, no fumo, caballero, muchas gracias. Sólo una vez fumé en la vida y el humo me ahogó y pensé que perdía la vida.  Me produjo además una horrible náusea su sabor acre e irritante. Déjeme confesarle que durante varios días sufrí la sensación del ahogo y el sabor tan desagradable en la boca y nariz.

Por otra parte – continuó su disertación - en la familia son numerosos y muy dolorosos los casos  funestos a causa del tabaco y,  como comprenderá usted,  constándome como me constan las vidas de sufrimiento de los parientes afectados por la nicotina y el alquitrán, con agonías tan terribles que ni a mis peores enemigos se las deseo,  muy mal haría yo en empezar a fumar  pues equivaldría a cometer un suicidio y un imperdonable pecado mortal 

¿No le parece que el fumar es el vicio más inmoral,  pernicioso y antinatural que existe?   - dijo en términos perentorios y al preguntarme dirigió su mirada desaprobatoria hacia el pitillo encendido que tenía yo en la mano derecha.

Para cuando mi interlocutor concluyó su perorata que despreciaba y condenaba el tabaco,  yo había perdido mi apetencia por el cigarrillo.  Es más, sentí un coraje acérrimo hacia ese vicio que había cultivado por largos años de mi vida y que hasta ahora, ¡tonto de mí,  mil veces tonto!,  creía yo con certeza que me producía   ¨un placer genial ...   sensual ...¨.

Sin beber; refrenando mi apetito;  despreciando el café y evitando el cigarrillo me veía yo en esa reunión elegante en que la profusión de bebidas y comidas y café eran una especie de sueño árabe, de tan fantasioso que era.  Poco a poco empecé a sentir que me invadía un pánico que me impedía respirar,  que me hacía un extraño vacío en el estómago y me adormecía la punta de los dedos y los labios. Un sudor frío recorría ya mi espalda en forma descendente,  aproximándose a la región donde el cuerpo pierde su honesto nombre y se resuelve en profundidades que a nada conducen. Yo mismo estaba asombrado de mí y de mi actitud inexplicable. 

Apenas era creíble que yo estuviese sobrio y hambriento en un banquete celestial con abundancia de maná.  ¿Sería que yo saldría de allí convertido en un asceta?  ¿Serían estos momentos de cruel sacrificio el inicio de una etapa ermitaña en mi vida joven todavía? ¿Este predicador, mi vecino y compañero de mesa, sería enviado por designio divino para que yo encauzara mi vida hacia metas de mayor significación?  ¿Era una oportunidad postrera que se me brindaba para que antes de condenar mi alma, yo revalorara las cosas y cuestiones trascendentes de la vida terrenal?

De esa contemplación mística, de ese arrobamiento espiritual me empecé a sustraer, imponiendo en mí poco a poco mi propensión natural y hasta exagerada hacia las viandas y bebidas gratuitas.   Resurgía al mundo material y pecaminoso influido por los atractivos efluvios que me llegaban de los platos rica, variada y abundantemente servidos por un ejército de meseros. La imagen idílicamente realista de tragos finos a gratuidad tuvieron la fuerza de volverme a la realidad. 

Y sin reprimir instintos,  renunciando a ejercer conciencia sobre mis actos y actuando con innata rebeldía e indomable apetito, alcancé la primera copa de vino, la más próxima, y sin discriminar su contenido la bebí con fruición. Inmediatamente ¨asegundé¨.  Sentí que el alcohol me hacía volver en mí y que me rescataba de un sopor enfermo y degradante.

Ya despejada la cabeza y sustraído a la maligna influencia del flaco y seco personaje de al lado,  me dediqué a devorar cuanto manjar estuvo a mi alcance y a beber con sed sacrificada de mucho tiempo.  En suma, que para recuperar el tiempo perdido comí como huérfano y bebí como náufrago hasta quedar como inválido.  Chiquita me quedó la fama de glotón que se gasta en la historia de la Roma depravada el emperador Heliogábalo. Sin exagerar más que lo necesario, dejé en calidad de aprendiz a ese connotado tragón del más grande imperio que haya conocido la humanidad.

Entonces  le tomé un odio súbito, enorme e imperdonable al siniestro comensal de perjudicial influencia que tenía a mi lado!.  De reojo lo medía para caer en la cuenta de su semblante enfermizo,  su color cetrino,  sus ojos hundidos sin brillo y con aureolas oscuras que confiesan renunciaciones inútiles, amargura gratuita, dolor autoinfligido y muerte prematura e inevitable.

Me solacé calculando cuánto tiempo de ¿vida? quedaría en ese cuerpo vacío, sin energía,  sin ilusiones,  de aliento inútil. Ya estaba yo convencido que el tipejo de marras que me tocó de vecino para mi mala suerte, no tenía convicciones sino culpas.  La suya era una filosofía de abstenciones absurdas e inaceptables, me dije para justificar mi creciente desapego de este vecino de asiento. 

De repente,  me asusté al preguntarme  ¿No se habrá abstenido de respirar y murió y no se ha dado cuenta porque su figura no tuvo cambio perceptible? Y como parece muerto fresco en vida, pues así pensé que pudiera haber sucedido.  ¿Y si lo que tengo al lado es su ánima que pena en este mundo? ... 

Todas esas disquisiciones que me embargaban me hacían ingerir más licor y  comer lo más posible,  procurando así templar mi espíritu y adquirir conciencia y valor para rechazar los embates engañosos y pérfidos de ese espíritu mal encaminador que tenía justo al lado.   ¡Ya me viera yo cargando una vida de misionero,  virtuosa,  de privaciones y disciplinas ... Bah!  Como si no supiera la clase de mortal depravado que soy ...  modestia aparte y sin presumir. Y además, tenía que concederme las comodidades y obsequios que la “mísera existencia”  provee muy ocasionalmente,  sin demandar pago alguno por ellos.

La inquina por el envilecido prójimo carente de carnes y soplo vital crecía sin cesar.  Sentía que lo aborrecía sin límites humanos. Su moralina falsa adosada con ejercicios de abstencionismo ridículo y fanático debería extenderlas y ejercerlas en otro planeta. Con otras gentes, como los antropófagos amazónicos o los beduinos del desierto o los esquimales del polo,  por ejemplo.  O con los selenitas ... ¿porqué no?   Mientras más lejos,  mejor.  

Me consumía yo en pasiones insanas de cólera, vergüenza y venganza en contra de ese falso predicador cuando a la mesa se acercó un joven desproporcionadamente alto, carente de carnes y ánimo, encorvado y lento en el hablar. Su cara mostraba anticipación resignada a cualquier enfermedad grave y su cabellera era una mata hirsuta de pelos descoloridos.  Antes de que el imberbe jovenzuelo de pronunciada manzana de Adán pudiera decir cualquier cosa al inescrutable y cadavérico adefesio que era su padre,  éste con un  ¿último?  hálito de vida,  volteó a verme y con palabras carentes de cualquier emoción,  me dijo con laconismo:   ¨Caballero,  le presento a mi hijo¨.

Vi al muchacho de presencia ingrávida,  desposeído de espíritu que con indecisión me tendió una mano lánguida y excepcionalmente fría, de dedos radiográficos.  No sé que palabras pronunció,  ya que su voz era débil,  aunque de tonos tan bajos que me parecieron provenir de ultratumba.  Yo le sonreí,  nada más.  Nada que pudiera interpretarse como una tregua en la lucha que ya le había declarado yo al mártir de su padre. El joven se retiró a los pocos minutos,  luego de tener una corta conferencia con su padre,  la que no atendí por razones de estrategia bélica.

Porqué razones me metí después en reflexiones veleidosas, lo ignoro. Pero cuando menos lo pensé, mis pensamientos me llevaron a una risa incontenible, que explotaba dentro de mí y procuraba salida a toda costa y a todo mostrarse. Intenté contenerla,  ahogarla,  pero era superior a mis fuerzas.  Más bien,  ocupaba todas mis fuerzas,  dejando ninguna para oponerla.  La gente volteaba a verme y comentaban y reían de mi conducta,  de mi risa a despropósito y sin acompañante. Pero es que tenía sobrados motivos para reír pues mi venganza inició de manera dulce, condensada,  virulenta y discreta.  Fina y muy educada,  para mi mayor satisfacción. 

Y este cobro privado de afrentas empezó a partir de que recordé que el citado caballero se negó a los ofrecimientos para beber un aperitivo, comer botanas,  tomar café y  fumar con el odioso argumento en cada ocasión de  “sólo una vez probé …  y no me gustó”.  Así que se entenderá y se me disculpará que yo, una vez que hube controlado los accesos de risa, preguntara al flemático caballero,  con la más fingida curiosidad sana:  “Este hijo suyo que acaba de presentarme …  Es hijo único  ¿verdad?” 

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