EL ABOGADO
¨GARABATOS¨
Jaime E. Mondragón Murueta
Un abogado,
apodado con mucho aprecio ¨Don Garabatos¨, es el único jurisperito en “El
Ateneo Superior”, recinto de la búsqueda afanosa y permanente de la Verdad y
los Valores. Debo decir que a pesar de que la población de estos profesionales del
Derecho es tan densa que por cada habitante del planeta llega a haber varias
decenas de ellos, mi personaje es único por su saber y valía humana.
Este celoso
practicante de su indispensable aunque desprestigiada profesión, orienta
diligente y discretamente las charlas o discusiones en “El Ateneo
Superior” cuando las pasiones
amenazan desatarse o poner en riesgo la
razón y la prudencia. Su intervención siempre fina y moderada es imprescindible
por aleccionadora cuando el grupo topa de frente con materias donde el punto de
vista legal es fundamental para el análisis.
Debo
declarar que también su concurso es determinante para acabar de confundir las
cosas y darles extensión en el tiempo y en el trato, lo que permite prolongar la reunión de los
distinguidos e incondicionales amigos de la verdad, del conocimiento y la felicidad que son los
miembros del Ateneo Superior.
En el
ejercicio profesional es prestigiado D. Garabatos y goza de general estima en la
comunidad por su inclinación en favor de causas de desprotegidos o por sus
esfuerzos en pro de casos de declarado interés humano.
Cultísimo de
aula y muy cultivado ex cáthedra,
constituye un fino y originalísimo producto que solo la vida comprendida
y disfrutada con juicio e intensidad puede arrojar. Impresiona con la vitalidad de su juventud
acumulada y con su memoria lúcida y siempre pronta a traerle los registros que
almacena bajo riguroso orden cronológico y temático.
Elegante en
su vestir, lo es más todavía al hablar, lo que hace con una propiedad y tersura
inigualables. Su humor es vitriólico o exquisitamente ingenuo, administrado en
dosis precisas, según la ocasión lo amerite. Su afición por el licor fino no le
hace perder categoría o compostura, pues aunque es de tomar cotidiano pocos, si
es que algunos, le han visto alguna vez excedido en tragos.
Exigente de
gusto, muy conocedor de bebidas y estupendo catador, Don Garabatos declara con
presunción que ha bebido todos los días, sin excepción que recuerde, durante más de 60 años “y no se me ha hecho vicio.”
Una
relatoría de hechos ¨pinta de cuerpo
entero¨ al abogado Garabatos. En una recepción
de altos vuelos, luego de que le sirvieran una bebida en fina copa de cristal
cortado, importado el precioso cáliz de
la región de Bohemia según se le hizo saber, por cortesía pero de manera especial por
conocer con genuino interés su dictamen al respecto, le preguntaron a D.
Garabatos:
“¿Qué
opina, Licenciado, de este vino tinto de tan prestigiada región,
cepa y añada? ¿Es bueno?”
Y con la
circunspección y majestad que concede al erudito el dominio pleno del tema,
contestó el Licenciado Garabatos con gran prosopopeya:
“Muy
distinguidos amigos: en mi larga y pródiga vida de catador y degustador de
vinos y todo género de licores espiritosos no he encontrado nunca una bebida
mala. Quizá el humor de la persona que
la ingiere no esté en sintonía con las virtudes y potencialidades del líquido
generoso que se le ofrece, o tal vez no
hay el ambiente y la motivación adecuadas para honrar a Baco como es debido
entre caballeros que se precian de serlo.
Pero de allí a que el trago sea malo ...
¡Por favor! Todo se reduce a una
simple cuestión muy subjetiva de ubicación
¿No les parece?”
Don
Garabatos tiene siempre fresca en la memoria las anécdotas más increíbles y
divertidas. Cuando está de vena muy
especial, para lo que no requiere mucho, gusta de relatar la que involucra al Sargento
Pedraza, ganador de la medalla de plata
en caminata de 50 km
en los Juegos Olímpicos celebrados en México en 1968. La narra con mucho sabor
de la manera siguiente:
“Cierta
noche jugábamos dominó en mi casa unos buenos amigos. Acompañábamos las fichas con copas que
disipaban nuestras preocupaciones y elevaban el espíritu festivo del
grupo. De manera inesperada llegó a la
reunión el General ¨Staff¨, llevando nada menos que al Sargento Pedraza,
la gloria deportiva del país en esos momentos.
El Sargento
hacía una gira promocional del deporte por todo el territorio nacional y a
nuestro amigo el General lo habían comisionado para que recibiera, cuidara y
presentara al Deportista del Año en las diferentes plazas del estado. Esa
noche, deseando agradar al
Sargento, lo invitó a mi casa para ¨echarse¨ una manita de dominó en buena y segura
compañía.
Ya presentado
el Sargento, le servimos unos buenos tragos, mismos que aceptó de muy buen
grado y en la confianza de que su calidad de figura deportiva estaba a buen
recaudo con nosotros. Ya metidos en el juego, recibimos otra visita más, esta
vez de un entrañable amigo mío que tenía a la química por profesión y amiga. Aunque debo decir que el citado químico tenía
una más íntima amistad con las bebidas embriagantes, de las que no gustaba separarse mucho o por mucho tiempo.
Era tanta su
amistad con el alcohol que regularmente traía varias muestras de él en su recinto corporal.
En esta intimidad les ofrecía amoroso cobijo,
recibiendo en reciprocidad un manto etéreo que lo protegía de las
preocupaciones intrascendentes de este mundo material tan agresivo y
egoísta.
Al recién
llegado, Maestro experto en potingues, ungüentos, pócimas y compuestos
milagrosos, le presentamos con
satisfacción al Sargento Pedraza. Una
vez cumplida la cortesía, con discreción para no interrumpir la sesión ya
avanzada del juego, el químico fue a la
cantina y se sirvió un vaso generoso de cognac. Una vez que se sintió
¨debidamente armado y pertrechado¨, se
sentó a un lado del Sargento Pedraza para presenciar la partida de dominó.
El químico
callaba, dedicándose a observar las maniobras de los jugadores y a tomar su
licor. En cierto momento el General
Staff pagó una ficha al jugador de la
derecha, el Sargento Pedraza. Éste revisa sus fichas y al no contar con la
necesaria, declara con voz gruesa y
decidida “¡Paso!” …
Entonces y
sin que nadie lo esperara, el químico intervino
para decir: “¡Al ruso hubieras pasado, pendejo,
y no al dominó!”, haciendo
alusión al contrincante que el Sargento Pedraza no pudo rebasar en la recta
final de la prueba olímpica de caminata de 50 kilómetros y que
implicó perder la medalla de oro que
todos los mexicanos llegamos a sentir como nuestra, de tan cerca que la tuvimos en las piernas
del militar.
Rápido y muy
ofendido se levantó el Sargento Pedraza, gritando al químico mil lindezas que
el majadero tenía bien merecidas. El General
Staff intervino para apaciguar los ánimos encendidos del Sargento, en
tanto que con mil razones me llevé yo al químico al baño primero y minutos
después, a la puerta de salida de la casa invitándolo de manera cortés a que se
retirara para no regresar esa noche.
Ya que
despedí bien regañado al imprudente ofensor, se retomó el juego. Pero contra nuestros
mejores oficios para resarcir el honor y la serenidad del Sargento Pedraza, gloria
del deporte nacional, éste no dejó de mostrar su enojo e incomodidad, por lo que la partida de dominó concluyó
temprano.”
Don
Garabatos, en su largo peregrinar por la
vida, ha dado origen a muchas anécdotas,
a las que coquetamente les niega su autoría. Pero desacredita sin énfasis y
convicción, dejando espacio travieso para la duda. La poesía, particularmente el género de los epigramas,
le subyuga y ocupa una parte considerable de su memoria prodigiosa.
Parafraseador
excelente, despliega su habilidad ante propios y extraños sin petulancias ni
egoísmos. Sus citas precisas y la correspondiente e interesante interpretación
de pasajes de las obras más conocidas de los más célebres literatos o filósofos
le convierten en centro natural de
muchas polémicas amables y enriquecedoras.
Pueril en
ocasiones, sádico en otras, con mucha frecuencia concluye piezas sobresalientes
de erudición y lógica con propuestas heréticas inaceptables por escandalosas o
irrebatibles. O remata sus discursos con salidas de humor negrísimo o
escatológico. Hace de la retórica su
campo de esgrima, su actividad
lúdica.
Sus
chascarrillos son finos y por lo regular son ricos en malicia, poniendo a prueba el ingenio de los que
escuchan. Cuenta Don Garabatos con
gracia inimitable que ... “en cierta
ocasión llegué a una reunión social a la que mi tío Isidro me había invitado.
Siendo mi tío un personaje muy reconocido en el mundo de la intelectualidad y
miembro acreditado del Cuerpo Diplomático de nuestro país, los invitados todos
a esa reunión en una mansión de amplios jardines eran personas de finas maneras
y conocimientos muy vastos en todos los campos de la inteligencia.
Luego de un
rato, un mesero de librea hizo sonar un
gong para convocarnos a la enorme mesa ubicada junto a la piscina, la que por cierto era un portento por su
arreglo. Con la discreción del caso
busqué mi lugar. No fue difícil
encontrarlo, ya que cada uno de los
sitios de la mesa estaban señalados con
una tarjeta. Así que ocupé la silla y me
dispuse a conocer a mis vecinos de banquete ...
A mi
izquierda se ubicó una señora jamona,
que difícilmente cabía en la silla, a pesar de que era de base ancha. A
la silla me refiero. La dama estaba
cargada de joyas pesadas, grandes y escandalosas que cumplían a cabalidad su
función de atraer la atención de propios y extraños. Su corpulencia contrastaba con el pito agudo
que tenía por voz y por razones que desconozco,
desde el inicio le declaré mi antipatía muda a la devoradora de al
lado.
Tal vez esa
enemistad gratuita nacía de mi temor de que la gigantona acaparara los
alimentos, que no los dejara llegar a mí
y que se los engullera todos, que capacidad tenía de sobra para esa acción
horrenda. Así que me propuse no establecer relaciones de ningún tipo con tan
colosal enemigo potencial que me podía condenar a la inanición. O a un posible aplastamiento mortal en caso de
su derrumbe por cualquier causa imputable a su enorme peso, que hacía parecer
frágil a la silla que con muchas dificultades evidentes la sostenía.
A mi derecha
tomó lugar un caballero enjuto, espigado y de voz grave que frisaba los sesenta
años de edad, de pelo que mostraba canas abundantes. Su cara tenía un aire de
indiferencia que se reñía abiertamente con la desproporción de su nariz, la que se coronaba con un promontorio
verrugoso. Sus ojos eran pequeños y rasgados,
desfigurados por unos cristales gruesos que delataban una miopía avanzada. Su boca era una raya larga que obligaba a
forzar la vista para dibujarle los labios que parecía no tener.
El vestir de
este señero personaje era sobrio, pero elegante. Pantalón gris Oxford a rayas
con camisa blanca, corbata de color rojo
oscuro, chaleco gris y saco blazer azul
marino, con un escudo deslavado e
inexplicado en la bolsa del pañuelo.
Flemático, no
gustaba de hablar y en todo momento parecía estar ausente. Mi saludo apenas fue
contestado y sin embargo, me pareció que
podría entablar una conversación con él.
Por otra parte, mi locuacidad obligaba a tener un receptor y la dama de
gran tonelaje no me inspiraba simpatía, como ya lo tengo establecido.
Empezaron
los meseros a servir unas copas de aperitivo y me pareció la oportunidad para
iniciar mi relación de plática con el caballero adusto de al lado. Para estos efectos, me apresuré a ofrecerle una copa de vino:
¨¿Gusta usted?¨ , le ofrecí excediéndome
en cortesía.
No, gracias. -
me contestó - Solamente una vez en mi vida he tomado
bebidas alcohólicas y no me gustó. Los abundantes casos de dipsomanía son
patéticos y sus consecuencias físicas,
sociales, económicas y morales
son extraordinarias de tan malas que son invariablemente. Sólo un necio que no se aprecia lo suficiente
puede incurrir en tan deleznable vicio que rebaja al mínimo, si es que deja algo, la dignidad humana.
Su respuesta
fue cortés, pero impersonal. Lo mismo hubiera contestado a la pared de
enfrente el esmirriado señor. No tenía
importancia la cuestión pero me empecé a sentir incómodo al beber. Experimenté
una sensación desagradable, una especie de culpa por hacerlo y ello me canceló
el aprovechamiento de la oportunidad
para disfrutar gratuitamente de buenos tragos.
Poco después
estiré el brazo, alcancé un plato con
cacahuates, almendras y semillas
diversas que se ofrecían en calidad de botanas.
Fiel a las maneras urbanas y cordiales, ofrecí el plato a mi vecino de
silla. Éste volteó, vio el contenido del plato que le extendía y agradeciendo
con cierta frialdad, comentó: Sólo una
vez en mi vida comí ese tipo de semillas y no me gustó. Además, me elevaron considerablemente el
nivel de colesterol y me produjeron una aerofagia cólica que me postró en cama
por dos días. Fue una experiencia inolvidable. Digo,
por desagradable... -
¿No le
parece, señor mío, que son propios estos alimentos de las aves y
no de los seres superiores de la creación? me preguntó clavando en mi mirada la suya de
un gris acerado y frío.
Cuando
escuché de qué acusaba a esta aparentemente inofensiva botana que ya comía con
singular agrado, por poco y corro al baño a producirme el vómito para regresar
la que había ingerido. Renegué de no ser
bulímico. Desde entonces, cuido mucho mi
afición a las botanas. Y quiero dejar constancia de mi gusto pasado por estas
incomparables, hasta entonces, compañeras de bebidas y ratos amenos. No puedo, a pesar de la tirria que entonces
les tomé, dejar de asociar la botana con
buenas cantinas, amigos y excesos
estupendos.
Después del
postre, pusieron jarras de un café aromático que obligaba a degustarlo. Tomé
dos tazas de esta infusión y acerqué la primera al compañero de mesa, mi
atildado vecino: ¿Un cafecito, señor?
- le inquirí con amabilidad.
No, gracias.
- me respondió - Sólo
una vez lo tomé, allá por 1943, en pleno auge de la guerra, y no me gustó. Me
afectó los nervios y me produjo un insomnio que me tuvo alterado toda la noche
siguiente, precisamente cuando el
descanso era más imprescindible que nunca. ¿Sabe usted que la cafeína es una
droga prohibida por los institutos de salud de todo el mundo? Sus efectos son diversos y todos ellos a cual
más de nefastos para el hombre y su salud y discernimiento. No acabo de entender la permisividad de las
Autoridades del presente hacia las drogas que aniquilan a la humanidad. -
Concluyó su
intervención preguntando: ¿Habrá alguna
respuesta o razón válida, que sustente esta tolerancia excesiva del
Gobierno? - y quedó esperando una
opinión mía, dejando su inquisitiva mirada fija en mis ojos, lo que me hizo sentir apocado e incómodo en
extremo.
La taza que
tenía enfrente de mí, la que me hacía llegar sus aromas invitadores, me pareció
entonces una jícara de cicuta. La aborrecí con intensidad impensada en mí y me
hice un recuento personal, con el más sentido arrepentimiento, de las muchas veces que en el transcurso de
la vida había ingerido (¡me había envenenado!) con esa poción letal que los
productores y comerciantes despiadados nos hacen tragar ¡Los muy malditos!.
Una vez que
renuncié al café, alejándolo de mí con maneras atropelladas e iracundas, opté
por disfrutar de un buen cigarrillo, con la certeza de que contribuiría a la
digestión y me serenaría el espíritu. Así que extraje de la bolsa interior del
saco la fina cigarrera de plata con incrustaciones de gemas sin pulir, bella pieza de artesanía indígena peruana y
con delicadeza la ofrecí al vecino, que
parecía absorto en la contemplación de unas nubes escasas, dispersas, de blancos manchados y grises
diferentes y que por caprichos del viento y la imaginación adquirían formas
familiares, divertidas o grotescas según
¨el cristal con que uno las mire¨,
me dije con satisfacción por las afortunadas conclusiones que me estaba
regalando a mí mismo.
¿Quiere
fumar, señor? le brindé con urbanidad
... Son cigarrillos ingleses.
¿Decía
usted? Ah, perdone, estaba distraído. - Me respondió.
- Luego agregó con cierto dejo de
aburrimiento en su voz cansada: No, no
fumo, caballero, muchas gracias. Sólo una vez fumé en la vida y el humo me
ahogó y pensé que perdía la vida. Me
produjo además una horrible náusea su sabor acre e irritante. Déjeme confesarle
que durante varios días sufrí la sensación del ahogo y el sabor tan
desagradable en la boca y nariz.
Por otra
parte – continuó su disertación - en la familia son numerosos y muy dolorosos
los casos funestos a causa del tabaco y,
como comprenderá usted, constándome como me constan las vidas de
sufrimiento de los parientes afectados por la nicotina y el alquitrán, con
agonías tan terribles que ni a mis peores enemigos se las deseo, muy mal haría yo en empezar a fumar pues equivaldría a cometer un suicidio y un
imperdonable pecado mortal
¿No le
parece que el fumar es el vicio más inmoral,
pernicioso y antinatural que existe?
- dijo en términos perentorios y al preguntarme dirigió su mirada
desaprobatoria hacia el pitillo encendido que tenía yo en la mano derecha.
Para cuando
mi interlocutor concluyó su perorata que despreciaba y condenaba el tabaco, yo había perdido mi apetencia por el
cigarrillo. Es más, sentí un coraje
acérrimo hacia ese vicio que había cultivado por largos años de mi vida y que
hasta ahora, ¡tonto de mí, mil veces
tonto!, creía yo con certeza que me
producía ¨un placer genial ... sensual ...¨.
Sin beber;
refrenando mi apetito; despreciando el
café y evitando el cigarrillo me veía yo en esa reunión elegante en que la
profusión de bebidas y comidas y café eran una especie de sueño árabe, de tan
fantasioso que era. Poco a poco empecé a
sentir que me invadía un pánico que me impedía respirar, que me hacía un extraño vacío en el estómago
y me adormecía la punta de los dedos y los labios. Un sudor frío recorría ya mi
espalda en forma descendente,
aproximándose a la región donde el cuerpo pierde su honesto nombre y se
resuelve en profundidades que a nada conducen. Yo mismo estaba asombrado de mí
y de mi actitud inexplicable.
Apenas era
creíble que yo estuviese sobrio y hambriento en un banquete celestial con
abundancia de maná. ¿Sería que yo
saldría de allí convertido en un asceta?
¿Serían estos momentos de cruel sacrificio el inicio de una etapa ermitaña
en mi vida joven todavía? ¿Este predicador, mi vecino y compañero de mesa,
sería enviado por designio divino para que yo encauzara mi vida hacia metas de
mayor significación? ¿Era una
oportunidad postrera que se me brindaba para que antes de condenar mi alma, yo revalorara
las cosas y cuestiones trascendentes de la vida terrenal?
De esa
contemplación mística, de ese arrobamiento espiritual me empecé a sustraer,
imponiendo en mí poco a poco mi propensión natural y hasta exagerada hacia las
viandas y bebidas gratuitas. Resurgía
al mundo material y pecaminoso influido por los atractivos efluvios que me
llegaban de los platos rica, variada y abundantemente servidos por un ejército
de meseros. La imagen idílicamente realista de tragos finos a gratuidad
tuvieron la fuerza de volverme a la realidad.
Y sin
reprimir instintos, renunciando a
ejercer conciencia sobre mis actos y actuando con innata rebeldía e indomable
apetito, alcancé la primera copa de vino, la más próxima, y sin discriminar su
contenido la bebí con fruición. Inmediatamente ¨asegundé¨. Sentí que el alcohol me hacía volver en mí y
que me rescataba de un sopor enfermo y degradante.
Ya despejada
la cabeza y sustraído a la maligna influencia del flaco y seco personaje de al
lado, me dediqué a devorar cuanto manjar
estuvo a mi alcance y a beber con sed sacrificada de mucho tiempo. En suma, que para recuperar el tiempo perdido
comí como huérfano y bebí como náufrago hasta quedar como inválido. Chiquita me quedó la fama de glotón que se
gasta en la historia de la Roma
depravada el emperador Heliogábalo. Sin exagerar más que lo necesario, dejé en
calidad de aprendiz a ese connotado tragón del más grande imperio que haya
conocido la humanidad.
Entonces le tomé un odio súbito, enorme e imperdonable
al siniestro comensal de perjudicial influencia que tenía a mi lado!. De reojo lo medía para caer en la cuenta de
su semblante enfermizo, su color
cetrino, sus ojos hundidos sin brillo y
con aureolas oscuras que confiesan renunciaciones inútiles, amargura gratuita, dolor
autoinfligido y muerte prematura e inevitable.
Me solacé
calculando cuánto tiempo de ¿vida? quedaría en ese cuerpo vacío, sin
energía, sin ilusiones, de aliento inútil. Ya estaba yo convencido
que el tipejo de marras que me tocó de vecino para mi mala suerte, no tenía
convicciones sino culpas. La suya era
una filosofía de abstenciones absurdas e inaceptables, me dije para justificar
mi creciente desapego de este vecino de asiento.
De
repente, me asusté al preguntarme ¿No se habrá abstenido de respirar y murió y
no se ha dado cuenta porque su figura no tuvo cambio perceptible? Y como parece
muerto fresco en vida, pues así pensé que pudiera haber sucedido. ¿Y si lo que tengo al lado es su ánima que
pena en este mundo? ...
Todas esas
disquisiciones que me embargaban me hacían ingerir más licor y comer lo más posible, procurando así templar mi espíritu y adquirir
conciencia y valor para rechazar los embates engañosos y pérfidos de ese
espíritu mal encaminador que tenía justo al lado. ¡Ya me viera yo cargando una vida de
misionero, virtuosa, de privaciones y disciplinas ... Bah! Como si no supiera la clase de mortal
depravado que soy ... modestia aparte y
sin presumir. Y además, tenía que concederme las comodidades y obsequios que la
“mísera existencia” provee muy
ocasionalmente, sin demandar pago alguno
por ellos.
La inquina
por el envilecido prójimo carente de carnes y soplo vital crecía sin cesar. Sentía que lo aborrecía sin límites humanos. Su
moralina falsa adosada con ejercicios de abstencionismo ridículo y fanático
debería extenderlas y ejercerlas en otro planeta. Con otras gentes, como los
antropófagos amazónicos o los beduinos del desierto o los esquimales del
polo, por ejemplo. O con los selenitas ... ¿porqué no? Mientras más lejos, mejor.
Me consumía
yo en pasiones insanas de cólera, vergüenza y venganza en contra de ese falso
predicador cuando a la mesa se acercó un joven desproporcionadamente alto,
carente de carnes y ánimo, encorvado y lento en el hablar. Su cara mostraba
anticipación resignada a cualquier enfermedad grave y su cabellera era una mata
hirsuta de pelos descoloridos. Antes de
que el imberbe jovenzuelo de pronunciada manzana de Adán pudiera decir
cualquier cosa al inescrutable y cadavérico adefesio que era su padre, éste con un
¿último? hálito de vida, volteó a verme y con palabras carentes de
cualquier emoción, me dijo con
laconismo: ¨Caballero, le presento a mi hijo¨.
Vi al
muchacho de presencia ingrávida,
desposeído de espíritu que con indecisión me tendió una mano lánguida y
excepcionalmente fría, de dedos radiográficos.
No sé que palabras pronunció, ya
que su voz era débil, aunque de tonos
tan bajos que me parecieron provenir de ultratumba. Yo le sonreí,
nada más. Nada que pudiera
interpretarse como una tregua en la lucha que ya le había declarado yo al
mártir de su padre. El joven se retiró a los pocos minutos, luego de tener una corta conferencia con su padre, la que no atendí por razones de estrategia
bélica.
Porqué
razones me metí después en reflexiones veleidosas, lo ignoro. Pero cuando menos
lo pensé, mis pensamientos me llevaron a una risa incontenible, que explotaba
dentro de mí y procuraba salida a toda costa y a todo mostrarse. Intenté
contenerla, ahogarla, pero era superior a mis fuerzas. Más bien,
ocupaba todas mis fuerzas,
dejando ninguna para oponerla. La
gente volteaba a verme y comentaban y reían de mi conducta, de mi risa a despropósito y sin acompañante. Pero
es que tenía sobrados motivos para reír pues mi venganza inició de manera
dulce, condensada, virulenta y
discreta. Fina y muy educada, para mi mayor satisfacción.
Y este cobro
privado de afrentas empezó a partir de que recordé que el citado caballero se
negó a los ofrecimientos para beber un aperitivo, comer botanas, tomar café y
fumar con el odioso argumento en cada ocasión de “sólo una vez probé … y no me gustó”. Así que se entenderá y se me disculpará que
yo, una vez que hube controlado los accesos de risa, preguntara al flemático
caballero, con la más fingida curiosidad
sana: “Este hijo suyo que acaba de
presentarme … Es hijo único ¿verdad?”
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